domingo, 27 de septiembre de 2020

 Museo CYDT


Monterrey, Nuevo León, México.

17 de septiembre de 2020.






Templo a Cielo Abierto

Gerardo Puertas Gómez.

Mi madre me enseñó a rezar camino al kínder. Y al hacerlo, quizá sin darse cuenta, me mostró que la contemplación de la belleza puede conducir a la oración.

Cada mañana, mientras manejaba su automóvil de Norte a Sur por la Avenida San Pedro para llevarme al Colegio Labastida, ella pronunciaba y yo repetía oraciones, del Padre Nuestro al Ave María y del Salve al Gloria.


Así, entre rezo y rezo, comencé a apreciar el ondulante perfil de la Sierra Madre y a gozar, cotidianamente, de ese regalo de la naturaleza -y, para mí, de Dios- que representan las magníficas montañas que circundan el valle regiomontano.

He de confesar que, por aquel entonces, impulsados por la magia de la infancia, mis ojos me llevaban a imaginar, en los gigantescos árboles que se aprecian en la cresta de la “Eme”, interminables caravanas de viajantes que, provenientes de lejanas tierras, cruzaban por Monterrey en su incesante caminar hacia distantes horizontes. ¡Bendita sea por siempre la mirada de los niños!

Hacia mediodía, terminada la jornada escolar, mamá me esperaba invariablemente afuera de la reja del colegio y ella y yo, con frecuencia, caminábamos hacia el Templo de Fátima -en aquel tiempo una pequeña capilla de techo de madera ubicada en el cruce de Avenida Vasconcelos y Río Éufrates - a fin de asistir a misa.





Corría el año de 1964 y, en ese momento justamente, tenían lugar los trabajos del Concilio Vaticano II que llevarían, entre otros cambios, a una renovación de la liturgia católica.

Por aquel entonces la misa aún se realizaba en lengua latina y con el oficiante de espaldas a los feligreses. Muchas personas solían llevar al templo un pequeño libro llamado misal, que contenía el texto de los oficios en latín y en español, con el objeto de poder seguir en silencio el desarrollo de la celebración.

Como de esperarse, casi todos los niños -y seguramente no pocos adultos- tenían la mente en otra parte mientras transcurría la Eucaristía. Yo, por lo pronto, me aburría solemnemente con el murmullo ininteligible del sacerdote quien, a veces de pie y a veces hincado, estaba revestido por ropajes de hilos dorados, rodeado por humos de incienso y acompañado por el ocasional repique de una capanita producido por el monaguillo en turno.

Así que, para pasar el rato, yo me dedicaba a sacar del bolso de mi madre la cajetilla de cigarros mentolados Salem a fin de quitarle la tapa y transformarla -otra vez con mi imaginación- en un barco que, deslizándose suavemente por la banca de madera, me hacía navegar por mares infinitos hacia ignotas latitudes.

Hasta ahora mismo, al escribir estas líneas, me percato de una extraña coincidencia que encuentro muy reveladora. El rezo y la misa me producían el mismo impulso. En efecto, ya fuera por la cresta de la montaña unido a una caravana o por el respaldo de la banca a bordo de un navío, mi anhelo era uno solo: viajar. Quizá eso explique, al menos parcialmente, porque hasta la fecha soy un irredento “pata de perro”.



Y bueno, finalmente, ¿qué es la oración sino un vuelo del espíritu humano que anhela aproximarse al Misterio? Así que quizá yo no andaba tan perdido en mis juegos infantiles. Una vez más: ¡bendita sea por siempre la creatividad de los niños!

Pero después de este periplo discursivo, sin duda una forma más de viaje y de juego, hagamos un esfuerzo por entrar de lleno en materia. Hablemos de un objeto. Aunque, curiosamente, ese ejercicio nos lleve de nuevo a los viajes y a los juegos, a los rezos y a las misas.

En el Otoño de 2015, mi querido amigo Poncho me honró con la invitación a fungir como testigo de su matrimonio civil. Dicho enlace jurídico, la ceremonia religiosa y el banquete, tendrían lugar en San Miguel de Allende.

De modo que, una buena mañana, tomé el vuelo de TAR al aeropuerto de León para posteriormente, trasladarme por carretera a ese hermoso asentamiento virreinal situado en el corazón geográfico e histórico de la Patria Mexicana.

Por recomendación del contrayente me hospedé en el Hotel Nena, un agradable establecimiento boutique situado fuera del Centro de la ciudad, a unos cuantos pasos del reconocido hotel administrado por la cadena Rosewood.

Como suelo hacer cada vez que viajo, poco importa si estoy en McAllen o en Melbourne, tan pronto hago el registro en el hotel y dejo mis maletas en el cuarto, me lanzo a la calle a fin de aprovechar todo el tiempo disponible. Y eso fue justo lo que hice.

Caminé por las calles empedradas hacia la plaza principal, no sin antes detenerme -como me había indicado mi queridísimo amigo Amador- para conocer las instalaciones del Rosewood y subir a disfrutar la inolvidable panorámica de San Miguel El Grande que puede apreciarse desde la terraza de su bar.

Luego proseguí mi ruta, haciendo pausas aquí y allá, a fin de asomarme a algún patio o explorar alguna tienda. Fui naturalmente a la Parroquia de San Miguel Arcángel, para volver a admirar las pinturas murales obra del maestro Federico Cantú, célebre artista nacido en tierras nuevoleonesas. Visité la casa del capitán Ignacio Allende, el palacete del Mayorazgo de la Canal, el Templo de San Francisco y el Museo La Esquina, singular espacio consagrado al juguete popular mexicano fundado por la regiomontana Angélica Tijerina.




Había que decidir entre comer algo o seguir conociendo y, como también suelo hacer cuando estoy en un periplo, me decanté por lo segundo, recorriendo algunos de los muchos establecimientos que muestran toda la riqueza del arte popular mexicano.

Busqué “Los Baúles Remigio”, sucursal de la famosa casa fundada en Oaxaca por Remigio Mestas Revilla, que ofrece algunos los más selectos ejemplos del arte textil surgido de las culturas y de las manos de los pueblos originarios de México. Y, por supuesto, me enamoré de una pieza.

Seguí caminando y, de pronto, me topé sobre la Calle Cuna de Allende con un aparador bellamente decorado, que dejaba ver muebles y objetos decorativos de fino diseño mexicano.

El nombre de la galería no podía ser más evocador: “Marquesa de Mancera”. Nada más y nada menos que como doña Leonor Carreto, Virreina de la Nueva España, amiga y mecenas de la excelsa poeta Sor Juana Inés de la Cruz, esposa de don Antonio Álvarez de Toledo y Salazar, Marqués de Mancera y Virrey de estas tierras mesoamericanas.

Y, en dicha tienda, entre elementos de decoración y piezas vintage de arte popular, me topé sobre una mesa, flanqueada por dos lindas sillas de madera y mimbre decoradas con flores multicolores, con una encantadora capillita miniatura ante la que no pude menos que, literalmente, ponerme de rodillas en absorta contemplación.

Pero, más allá de la fascinación, me asaltó una multitud de dudas. No parecía de factura mexicana. ¿Dónde habría sido hecha? Denotaba ser vieja. ¿Pero sería antigua? Daba la impresión de tratarse de un mero divertimento. ¿Tendría acaso otra función?

Lo único evidente era que se trataba de un objeto especial. Una pieza única, como se dice con propiedad en estos casos. Y, sin duda alguna, una creación verdaderamente mágica, capaz de generar encantamiento en quien estuviese, como yo, dispuesto a posar sus ojos en ella con atención.

En un aconsejable pero inútil ejercicio de inexistentes aptitudes histriónicas, intenté guardar la compostura, “fingir demencia” y, sin mostrar mucho interés, preguntar por el origen y el precio de la capilla.

La persona encargada me indicó la suma y me dijo que, para mayor información, debía esperar a que regresara la propietaria del establecimiento. Su retorno no demoraría más de media hora.

Inquieto por el inesperado hallazgo, emprendí la marcha y, un poco para mitigar el hambre y un poco para calmar la emoción, entré en un local que ofrecía nieves artesanales.

Luego de tan deliciosa pausa, volví a la Galería. Regresé convencido de que la pieza tenía que ser mía. Pero había que superar cuatro escollos para alcanzar el objetivo: negociar y obtener un descuento; lograr que me separaran el objeto hasta el día siguiente sin depósito alguno; conseguir que asintieran al pago mediante cheque, pues no contaba yo con suficiente dinero en efectivo y no aceptaban tarjetas de crédito; y, habida cuenta de la delicadeza de la capillita, garantizar una manera en que pudiese llegar sana y salva a Monterrey.

Esperé unos minutos más hasta que, por fin, llegó al establecimiento su propietaria: Marina Fernández de Córdova, dama de nacionalidad española fundadora de ese bello espacio.

Comencé por expresarle que el objeto me gustaba mucho y que deseaba quedarme con él. Le pregunté por el origen y los antecedentes del mismo. Ella me dijo que no tenía la certeza de dónde, cuándo y para qué se había hecho la pieza, pero que la misma tenía una procedencia impecable, pues venía de la casa de descanso que tenía en San Miguel una reconocida fotógrafa de modas estadounidense recientemente fallecida.

Debo confesar que me asaltó la duda de si semejante historia no sería una mera construcción de la imaginación para darle mayor valor a la pieza. No es extraño que eso ocurra en el mundo de las cosas vintage o antiguas.

Pero los objetos hablan. Y, en este caso, no había duda alguna: la capilla hablaba por sí misma. Prometía una historia por descubrir. Además, claro está, tanto la dueña de la Galería, como el establecimiento mismo, denotaban ser confiables.

Acto seguido, hice los cuatro planteamientos antes indicados: descuento, separación sin depósito, pago mediante cheque y envío seguro a Nuevo León.





Para el primer punto, luego de no poca resistencia, Marina aceptó llamar por teléfono a la propietaria, quien vivía en los Estados Unidos de América. Después del segundo intento se logró comunicación. La dueña, sin embargo, no quiso reducir el precio.

Respecto de los dos siguientes temas, entregándole mi tarjeta de presentación, le expliqué que yo era un profesor de Derecho de Monterrey, que estaba en San Miguel solo por dos días para asistir a una boda y que debía volver ir al hotel de inmediato para arreglarme, diciéndole también que no contaba durante el viaje con suficiente numerario para liquidar en efectivo. La señora Fernández de Córdova, luego de cerciorarse de que yo conociera a dos o tres regiomontanos formulándome una serie de preguntas sobre de ellos, accedió a la separación y a la forma de pago.

Finalmente, acordamos que ella se quedaría con el objeto hasta que una amiga suya, que viajaba a Laredo con regularidad, pudiese transportarlo en su automóvil desde la tienda hasta mi casa.

A la mañana siguiente, minutos antes de la apertura de la Galería, estaba yo frente a sus puertas, presto a cumplir con mi parte de lo prometido. Así lo hice. Y llegó a mis manos la capilla miniatura.

La boda que me llevó a Guanajuato fue memorable. Narrar todos los detalles de la misma merecería una crónica completa. Dejo esa tarea para otra ocasión.

Baste decir que, tanto el matrimonio civil como el religioso, se llevaron a cabo en espacios singulares.

El primero se desarrolló en los jardines de una hermosa casa antigua propiedad de una acaudalada familia norteamericana, decorada con obras de arte, antigüedades y muestras selectas de arte popular mexicano.

El segundo tuvo lugar en el inigualable Santuario de Jesús Nazareno, localizado en Atotonilco, edificación novohispana barroca del siglo XVIII, declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO, que aloja magníficos murales obra del maestro Miguel Antonio Martínez de Pocasangre y espléndidos lienzos pintados por el maestro Juan Rodríguez Juárez. Haber tenido la oportunidad única de admirar esas creaciones, antes, durante y después de la Eucaristía, fue una experiencia inolvidable.

Hay que recordar, adicionalmente, que el referido Templo fue protagonista esencial en el arranque del movimiento insurgente con el que inicia la Guerra de Independencia, al haber sido el sitio de donde el cura don Miguel Hidalgo tomó el Estandarte de la Virgen de Guadalupe, que se convertiría en la primera bandera de la Patria.

Asistir a la celebración litúrgica y a la bendición nupcial, precisamente en un escenario de tan notable relevancia artística e histórica, representó una emoción estética y religiosa conmovedora. Y fue para mí, para decirlo en una frase, una confirmación más de que por el camino de la belleza puede llegarse a la oración.





Quiero apuntar finalmente que, durante el desarrollo de los oficios, por azares del destino, pasó frente a las puertas del Santuario una procesión religiosa popular, acompañada por las notas interpretadas por una banda típica y las descargas producidas por cámaras de pólvora, como una conmovedora muestra más de la riqueza pluricultural de México. No pocos asistentes a la misa de bodas, incluyéndome a mí, salimos un momento al atrio para ver pasar la peregrinación.

Deborah Turbeville, propietaria anterior de la capilla miniatura, nació en la ciudad de Boston, convirtiéndose con los años en una destacada fotógrafa y editora en el campo de la moda.

Se estableció en Nueva York, vivió en San Petersburgo y pasó temporadas en San Miguel de Allende.

Trabajó como fotógrafa de la revista Vogue y como editora de la revista Harper’s Bazaar. Realizó notables series de imágenes para casas de alta costura de la talla de Chanel y Valentino. Alcanzó amplio reconocimiento por las atmósferas llenas de misterio captadas por el lente de su cámara.

La maestra Turbeville adquirió y rescató en la referida ciudad guanajuatense un valioso inmueble construido durante el periodo virreinal, parte integrante del patrimonio arquitectónico e histórico de México. Bautizó la finca como “Casa No Name”, decorándola cuidadosamente para crear en ella un escenario que recuerda los ambientes estéticos generados en su trabajo fotográfico.

Hoy, dicha finca, opera con el mismo nombre como un exclusivo hotel boutique.

Y allí, en una pared de la sala principal de su hogar, Deborah Turbeville colocó la capilla miniatura francesa que da lugar a este texto, como puede apreciarse en la portada y en las páginas del libro “Casa No Name”, publicado en 2009 por la editorial Rizzoli.

La pieza plasma, mediante estructuras de cartón, decoradas con papel multicolor y complementadas con espejos, cortinajes de gasa y algunos objetos de metal entre los que destaca una araña que ilumina la escena, el interior de un templo barroco galo del siglo XVIII. Dentro de la capilla, pequeñas figuras humanas elaboradas con migajón de pan y decoradas con pintura, representan al sacerdote y a los fieles durante la celebración de una Eucaristía. Todo el conjunto está colocado dentro de un caparazón de madera y cristal con diseño de dos aguas.





Según nos cuenta la maestra Turbeville en el texto “Mercado de Pulgas”, que forma parte del citado volumen, una “húmeda mañana de marzo”, en un parisino mercadillo de “bric-à-brac”, ella encontró esta “caja tallada en madera en la forma de una capilla... con una escena interior salida del siglo XVIII... pequeños personajes hechos de pan francés y pintados con sus atuendos de domingo, hincados frente a un altar presidido por un sacerdote”.

La fotógrafa halló el objeto colocado “sobre una rústica mesa... llena de cosas excéntricas”, dentro de un local que semejaba “un pequeño teatro con muñecos de porcelana y marionetas sentadas sobre sillas miniatura”.

“Pasé muchas veces” frente al sitio, nos confiesa la fotógrafa, “hasta que lo encontré libre de clientes”. El “marchand”, acota ella, “tenía la misma atmósfera que su local... un raro y frágil pájaro, perteneciente a otro mundo, bello”.

“La pieza debe ser mía”, dijo ella al propietario del establecimiento. Éste le respondió: “ah... esa..., sí, es un sueño... la compré en un pueblo en el Sur de Francia a una extraña y vieja mujer... había pertenecido a su familia durante años”. Y agregó: “no se la puedo vender... es muy querida para mí y tendría que pedirle una fortuna a un rico anticuario”.

Pero, insistió la artista del lente, “yo he estado obsesionada con ella toda la mañana... es para mi casa en México, sabe usted,... realmente pertenece allí... a mi casa... es la Casa de los Espíritus, Casa No Name”. Vuelva “en dos días, el Lunes”, respondió él. “Y si nadie más ha sido tentado por ella”, será suya.




Deborah regresó el Lunes indicado al establecimiento y compró la miniatura. El propio comerciante la empacó y la llevó hasta el hotel en el que ella se hospedaba. Así, luego de un largo viaje trasatlántico, la capilla francesa arribó a suelo mexicano.

Pero vuelvo a las fechas de mi encuentro con la pieza. A unos cuantos días de mi regreso a casa desde San Miguel de Allende, recibí un correo electrónico de Marina Fernández de Córdova, informándome que la suma del cheque había quedado satisfactoriamente depositada en su cuenta de banco y que, luego de hablar con su amiga, ellas habían resuelto venir juntas en un par de semanas a Texas, pasando por Monterrey a fin entregarme la pieza. Ambas me pedían, como compensación por traerme el objeto, que les cubriera el costo de la gasolina del viaje redondo San Miguel-Laredo-San Miguel. Yo, como es natural, accedí de buena gana, feliz de saber que pronto tendría la capilla en mi hogar.

Quiso la suerte que el día y hora de la escala de las viajeras tuviese yo programado asistir a la junta mensual del Consejo para la Cultura y las Artes, por lo que no pude estar en casa para recibir debidamente a ellas y a la pieza. Pero ambas descansaron un poco en mi hogar tomando café y galletas y la hermosa capilla miniatura francesa arribó sana y salva al valle regiomontano.

A los pocos días de la llegada de tan bello objeto, 3 Museos tenía previsto inaugurar una exposición de juguetes antiguos. De modo que llamé al Museo de Historia Mexicana -donde participo como miembro del Patronato- ofrecí prestar la pieza y, esa misma tarde, ante la premura de tiempo, llevé personalmente la capillita hasta la sede del espacio museístico, feliz de poder compartir con los visitantes de la muestra el disfrute de tan especial miniatura.

Hoy, cinco años más tarde, la encantadora capilla forma parte del acervo de la Fundación Cultural PFGC - Asociada a la Facultad Libre de Derecho de Monterrey.





Mi madre me enseñó a rezar camino al kínder. Aunque, a decir verdad, ella no fue y yo no soy de novenas ni rosarios. Quizá por ello me mostró que la belleza puede conducir a la oración. Eso explica por qué cada mañana, cuando voy a mi trabajo como profesor universitario, contemplo el Cañón de la Huasteca y doy gracias a Dios, a la naturaleza y a mis padres. Y así, ante el esplendor sublime de la sierra, abro mi corazón y mi espíritu a la oración, porque la montaña es templo a cielo abierto.

Monterrey, Nuevo León, México.

17 de septiembre de 2020.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario