miércoles, 30 de marzo de 2016

Max Jiménez

Max Jiménez


Inmediatamente después de finalizada la Primera Guerra Mundial hizo Max Jiménez un viaje, para efectuar estudios de comercio. En 1921 se encuentra en Europa; ha abandonado sus intereses comerciales y trata de encaminarse por el mundo de la pintura, en ese entonces representado por estudios de dibujo.
Había acudido a la Academia Ransom siguiendo, durante algún tiempo, las labores reglamentarias en ese campo. Pronto se aburrió de la disciplina tediosa y se entregó a la vida del artista bohemio, muy propio de la época, no sin haberse propuesto una férrea voluntad creadora que habría de acompañarle durante toda su vida. En 1924 quiso exponer una maternidad, en el "Salón de los Independientes", del Petit Palais, y sucedió que, por causas ajenas a las calidades artísticas de la obra, se produjo una pequeña polémica, ya que el artista la había colocado en un lugar transitado, dentro de la misma exposición, lo cual provocó que fuera retirada de ese lugar. Pero, en ese mismo año, expuso en París una serie de 12 esculturas y algunos dibujos a pluma.
Sobre esta exposición, don Joaquín García Monge reprodujo, en Repertorio Americano, diciembre de 1924, una crítica elogiosa e inteligente de Gustave Kaln, que puede interpretarse como un reconocimiento internacional a la obra de Max Jiménez y el comienzo de la devoción y amistad entre García Monge y Max, que habría de durar hasta la muerte de éste, en 1947.
Regresó a Costa Rica en 1925, con motivo de serias divergencias con su padre y porque su situación económica en Europa, consecuencia de estas desaveniencias, no era muy buena.
Durante los siguientes años, de 1925 a 1938, Max pudo profundizar en el uso de los materiales, de las diferentes técnicas plásticas y trató de formarse una estética muy personal. Si analizamos la trayectoria de Max Jiménez en el campo de la pintura -incluyendo el dibujo, la xilografía y el óleo- nos encontraremos con una constante común en el desarrollo de su obra.



En varios de los artículos periodísticos, principalmente, aparecidos en Repertorio Americano, Max Jiménez se muestra interesado por las raíces de nuestra cultura, tratando de darse una idea clara del significado futuro de la pintura latinoamericana. En "Arte y proletariado" (1926), Max habla de lo que luego se llamó proletkult, fenómeno eminentemente común en las culturas socialistas, pero que ya desde ese entonces interesaba a nuestro artista. En ese artículo, y en el posterior "Artista y producción", cuestiona de manera polémica los logros de la Escuela Mexicana de pintura, concediéndole los méritos que exhibe, pero advirtiendo de los peligros de quien trata de tomarla como modelo para la construcción posterior de la pintura latinoamericana.
La constante que se presenta en sus trabajos es en la construcción y disposición de las figuras, de manera un poco disparada, pero también en absoluta expansión sobre las superficies. Sin figuras que tienen, a la vez que una inmovilidad vegetal, una movilidad interior que se puede apreciar por medio de las expresiones del rostro, por el cansancio terrible de los miembros superiores y sobre todo, en el clima que rodea y asfixia al cuadro.




Ante la imposibilidad de ubicarlo en una escuela pictórica determinada, podemos señalar que su pintura, por primera vez plantea, a nivel universal, motivos totalmente latinoamericanos y vanguardistas. Son figuras y temas eminentemente tropicales, allí donde el trópico es transmutado de algo vernáculo y superficial, a una entidad viva y presente en los colores y definitivamente logrado en los motivos.
La pintura de Max Jiménez es una pintura del futuro, porque afirma las técnicas del pasado en las figuras del presente. A nadie parecen molestarle, ahora, esas figuras desproporcionadas, cansadas, aparentemente vegetativas, desoladas, vivas pesadamente, agonizantes y enfermas. A partir de 1932, Max Jiménez se dedicó por entero a la pintura, más concretamente al óleo, y, fugazmente, a lo que podríamos llamar collage, que trató más bien de ser una etapa de experimentación, con formas y materiales nuevos y naturales, que una violenta manera de cambiar de un campo al otro.
Para entender un poco sus variantes de paisaje y de ambiente, podemos señalar que su pintura creció y se formó en Costa Rica, Nueva York, Chile, La Habana, México y París. Los temas eminentemente americanos los encontramos más potentes y vigorosos a partir de 1934, con la incorporación a sus cuadros de las figuras de negras, mulatos, y motivos populares, y climas que nos recuerdan y señalan las largas estancias en La Habana y también en la zona negra y portorriqueña de Nueva York. Llaman la atención los colores que se utilizan, tan cercanos a los colores vivos, y es que Max preparaba sus propios pigmentos e incorporaba a ellos sustancias eminentemente vegetales y ocres similares a las de la naturaleza.
Las texturas de su última época se encuentran logradas a base de experimentación con materiales especiales; recordamos, por ejemplo, la que representa a San Juan Bautista, cuyas vestiduras son hermosas y delgadas cortezas de corcho, incrustadas en la superficie que se supone es el vestido de la figura.
La pintura de Max Jiménez está bastante ligada a sus trabajos de escultura, principalmente en la creación de volúmenes muy semejantes y por la utilización de la deformación, consciente, de la mayoría de las figuras.
El colorido de los cuadros de Max es el que más bellamente se ha logrado en la pintura costarricense y en el desarrollo de su obra podemos apreciar como, de cuadro a cuadro, y por medio de la experimentación, va acrecentándose ese afán del artista por lograr colores únicos, como el rosa perfecto, que combinado con el verde produce un efecto visual sorprendente. Sus trabajos nunca podrían entenderse bajo el punto de vista de una pintura académica tradicional: rompen todos los límites, hasta convertirse en objetos monumentales, con un sitio importante y definitivo en el arte de América Latina.
Max Jiménez realizó, en 1945, un viaje a México para estudiar específicamente la técnica de la escuela muralista mexicana, visita el Atelier de su amigo Federico Cantú y allí entra en conocimiento y amistad con Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, pero esas indagaciones no tuvieron un fruto valedero y consistente, aunque, indudablemente, él se encaminaba por temperamento hacia el mural, luego de resolver la etapa eminentemente erótica de algunos de sus últimos trabajos de caballete, sin negar, a pesar de algunas expresiones suyas en ese sentido, la influencia de lo indígena en su pintura, que más bien podría ser la presencia del mestizaje americano en su mundo pictórico como tan acertadamente se lo señaló Frida Kahlo.

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